Generación Perú, de Alessandra Stoppa
En las universidades de Lima, la experiencia de CL ha alcanzado a centenares de personas con sus historias particulares, de la semilla de tres jóvenes profesores ha nacido la «trama de una sociedad nueva» (de Huellas N.2, Febrero 2012)«La selva es un misterio». Dicen que cuando llueve sientes una energía que se concentra hasta en la última hoja escondida. Una fuerza que penetra todo, arrebatadora, como la luz del sol hoy filtra por el entramado del techo de esta gran cabaña. Bajo el techo de paja, las mesas de madera con los bancos: es el comedor de una universidad en la selva amazónica peruana. Y Feliciano es un chico indígena de veintiún años que estudia para llegar a ser profesor. Habla asháninka. Antes de venir aquí ni siquiera sabía que su lengua tuviese verbos. «La hablaba, pero no conocía nada de ella», y se ríe con gusto.
La comunidad donde nació y creció está en Charahuaja, a dos horas de aquí por el río: treinta y ocho familias, sin agua, luz ni calles, viven de la caza y de la pesca, toda su fuerza está en la naturaleza. Y te habla de don Giussani: «Me abrió los ojos. Nunca antes me había preguntado quién me ponía delante toda esta belleza. De qué está hecha esta realidad. ¿Y a mí quién me está creando? ¿Quién soy yo?». Mira contento las treinta hectáreas de alrededor, en medio de la selva donde ahora despuntan los cobertizos que sirven de aulas, los cultivos, el dormitorio. Dice que aún ignora la respuesta a aquellas preguntas. Pero quiere bautizarse: «Giussani explica que el Bautismo es la posibilidad de nacer de nuevo y ser feliz. Por tanto, con el comienza la respuesta». Se detiene: «La experiencia del misterio, tan evidente aquí en la selva, me lleva a pedir el Bautismo».
Si es posible contemplar el corazón puro y desnudo de Feliciano, es porque el carisma de don Giussani ha llegado hasta este lejano rincón, más allá de los Andes, cerca de la ciudad de estilo Far West de Atalaya, donde a lo largo del río Marankiari, el río de la serpiente, se estudia El sentido religioso. También aquí ha brotado esta flor de gracia que es la vida del movimiento, que en la costa de Perú comenzó a finales de los años ochenta, en la capital de diez millones de habitantes, donde vive prácticamente toda la comunidad, salvo algún “destacamento” aquí y allá. Éste de la selva, es el más reciente en orden cronológico.
Oscurece muy deprisa. El eje central, sin embargo, ha sido siempre la UCSS de Lima, la Universidad Católica Sedes Sapientiae. Mejor dicho, tres jóvenes profesores italianos. Tres Memores Domini, que vinieron aquí de misión: Andrea Aziani llegó primero, en 1989. Vivió aquí hasta el final. Murió repentinamente hace cuatro años, tras haber hecho que centenares de vidas se enamoraran de Cristo, por la poderosa y humilde fascinación que su vida provocaba. Poco después, llegaron Giancorrado Peluso, alias Dado, y Giambattista Bolis, alias Tista. Los tres daban clase en distintas facultades de la Lima rica, hasta que un obispo del lugar pidió a Andrea que lo ayudase a poner en marcha la UCSS, la primera universidad para los chicos de este paupérrimo Cono Norte y de su corona de colinas donde se amontonan las barracas. Inició su andadura en 1998, con aquellos tres jóvenes profesores que los sábados y los domingos repartían folletos en las parroquias: como sede, un pequeño edificio de ladrillo visto con un portón de hierro. «En la actualidad cuenta con cinco facultades y seis mil estudiantes. Y nos llaman de varias diócesis para empezar los cursos también allí: de Tarma, en el centro del país, a Chulucanas, en la frontera con Ecuador», nos cuenta Tista, en la segunda planta de la UCSS. Llegó a Perú dos meses antes del golpe de estado de Fujimori: toque de queda, tanques, y una tristeza que cada tarde le asaltaba sin saber por qué. Luego se dio cuenta de que aquí oscurecía muy deprisa. «Todo, incluso ese detalle, fue en aquellos años un reclamo al destino. A preguntarme continuamente por qué estoy aquí». Saluda bruscamente, a la bergamasca, y se va a clase.
El impulso decisivo para la vida del movimiento en Perú vino de estas aulas. Sobre todo de los cursos, que se imparten los primeros tres semestres, que corresponden al Curso Básico de Cristianismo de don Giussani, para todos los estudiantes. Año tras año, son muchos los que se vieron atraídos por la experiencia cristiana de aquellos tres profesores italianos. Y todavía hoy gran parte de la comunidad peruana, cerca de doscientas personas, está formada por antiguos estudiantes de la UCSS que se han convertido en padres y madres de familia. Muchos de ellos, a su vez, dan clase aquí en la universidad. Tres plantas de vidrieras y balcones que se abren a un patio en la entrada donde hay un continuo ir y venir de estudiantes.
«Instintivamente, no habría elegido este lugar». Giuliana Contini, decana de la Facultad de Educación desde hace seis años, no se anda con rodeos. Venir aquí tras once años de misión en la europea Santiago de Chile fue para ella un «triple salto mortal»: «Pero a Dios se le dice que sí, sin cálculos. Y he salido ganando: miro todo lo que he aprendido, es decir, que las circunstancias son siempre “adorables” porque en ellas habla el Misterio. Me sorprendo de lo que sucede y soy feliz, porque para mí la presencia de Cristo es cada vez más patente». Tiene 71 años y los ojos de una jovencita: «Es cierto lo que Giussani me escribió al principio: “En el fondo todo es nada, excepto amar a Cristo”», repite decidida, sentada en su despacho; en las paredes tiene sus «simpatías» (Giotto, Mozart y los Dolomitas, donde nació). Desmonta rápidamente cualquier “poética del pobre”, ironiza sobre la dejadez de la mentalidad local e insiste sin fisuras sobre la finalidad de este lugar: educar hombres libres. ¿Pero qué significa esto? «Yo les veo: salen como jóvenes en camino, que intuyen de dónde nace la libertad. Y esto no se debe a la cultura, sino al descubrimiento de que todo tiene un significado. La cultura es tan sólo un instrumento». La relación con estudiantes y profesores implica «volver a empezar de nuevo, continuamente, porque cada instante es dado a nuestra libertad. Que se abre de nuevo», prosigue mientras te enseña la “Sala Aziani”. Cuando Andrea murió, reunieron todos sus libros: «De este modo los chicos pueden tocarlos, leerlos con afecto. Para ellos, es la sala de estudio que no tienen en casa».
El Obispo sin casa. En esta zona de Lima, «hace quince años no había nada, sólo mucha delincuencia y 500 mil jóvenes entre 14 y 29 años. Nadie habría apostado nunca por este lugar», relata monseñor Lino Panizza, obispo de Carabayllo. La UCSS fue idea suya. Al principio no tenía ni casa ni catedral, su oficina era el coche, con el que recorría su diócesis de dos millones y medio de personas: «En las escuelas me di cuenta de que la situación educativa de estos chavales era desastrosa. De ahí la universidad, que es una obra de Dios, que ha crecido gracias a un signo tras otro de la Providencia, como todo en mi vida». También la casa en la que nos recibe, a dos pasos de la UCSS: «Una noche aparece de la nada un señor, a quien nunca antes había visto, con un sobre: había hecho una promesa al padre Pío y había leído en una revista mi nombre. Dentro había 20 mil dólares, exactamente la cifra que necesitaba para terminar de pagarla».
Muchos de los estudiantes vienen de los cerros, las colinas de las barracas. Tienen un solo progenitor, familias desestructuradas, a las que a menudo tienen que mantener. Por eso estudian y trabajan: hay quien trabaja por la mañana y sigue los cursos por la tarde, hasta las 22.30, luego come algo, se va a la cama y a la mañana siguiente de nuevo al trabajo. También la Escuela de comunidad del CLU se organiza así: dos turnos, uno para quien va a clase por la mañana y otro para por la tarde. «Tengo estudiantes que además trabajan de noche. Mi primera tarea en clase es mantenerlos despiertos con lo que les digo», nos cuenta Paolo Bidinost, bebiendo una chicha morada en la cafetería. Es el Decano de Administración y vive en la casa de los Memores Domini de Lima, en el barrio de San Isidro. Donde también vivía Andrea. «Era un hombre de fe, totalmente definido por la caridad», relata: «Como si su única pasión fuera reconocer a Cristo, incluso en los errores. Aquí, en todo brilla su sello». Lo ves. Hasta en los niños que llevan su nombre, Andrés, como lo llaman aquí: hijos de gente que mirándole a él empezó a desear la vida. Su presencia se refleja en todo. Igual que él era transparente. «Nunca sabíamos dónde estaba», comenta Christian, que creció con él: «Se daba, se consumía literalmente para encontrarse con la gente. Sólo cuando murió nos dimos verdaderamente cuenta de cuántos fuimos hijos suyos». Como Giovanna. Lo conoció de pequeña, llevando al amanecer el pan a las casas, y hoy vive «allí abajo, en la nada», es decir, en Villa el Salvador, en un cubo de ladrillos azules: entras y colgadas en la pared están las fotos de Giussani con el Papa y de Andrea. O Sebastiana, una niña de la calle que dormía bajo los pasos elevados. Un día se le acerca un hombre; era Andrea: «Se detuvo junto a mí y besó mis pies heridos y sucios». Nunca se ha podido quitar de la cabeza aquel beso.
«Profe, no puedo seguir conviviendo con mi pareja». La tumba de Andrea es una placa en la hierba en un cementerio de la periferia norte de Lima, a lo largo de la Panamericana que recorre cinco mil kilómetros hasta el mar, donde los pobres de la selva y de los Andes han invadido las colinas que son dunas. Viven en casas sobre la arena, pasan el tiempo en la hierba de la mediana de la autopista, como de excursión, entre los gases de los tubos de escape de los taxis abollados y de los combis, los minibús atestados que van como locos. «Andrea es un compañero para mí, me reclama a decir “sí” al Misterio en cada instante», dice el padre Giovanni Paccosi mientras conduce. Gran amigo suyo, asumió tras su muerte la responsabilidad del movimiento y en la actualidad es párroco en Lima Norte. Con el padre Paolo Bargigia, florentino como él: grandes amigos desde GS, descubrieron juntos la vocación y comparten aquí su misión. Su amistad es un lugar donde el corazón descansa, como lo es su casa: los jóvenes trabajadores, los chavales, los amigos de los amigos, es una permanente acogida, en medio de las tareas de la parroquia que tienen «dimensiones industriales, como todo en Lima», precisa Paolo. Al salir por la puerta, el campo de fútbol preparado como iglesia con toldos y cuerdas porque, tanto para las comuniones como para las confirmaciones, son turnos de más de 150 personas a la vez.
Ambos son también profesores en la UCSS. Por la noche, junto con otros profesores, hablan de aquello que sucede dentro y fuera de las clases. «Después de una clase sobre El sentido religioso, se me acerca una estudiante: “Profe, después de lo que he escuchado no puedo seguir conviviendo con mi pareja: quiero casarme”», cuenta Marialuisa: «Algunos piden los sacramentos, como Ciel, que decidió confirmarse tras participar en el Happening». Lo mismo que cada uno de los amigos que están aquí: Karina, Giampier, Katty, Andreita... Todos ellos aferrados totalmente por Cristo por una lección, una frase, una señal en la que han experimentado lo que dice Marialuisa: «Hay personas que ven lo más íntimo de tu corazón: este es el milagro. ¿Quién puede hacerlo?».
La misma intensidad se halla también en los “últimos” que han llegado. Teresa está aquí por una extraña historia de fidelidad al propio corazón: conoció el movimiento hace tres años, tras haber buscado la verdad en los estudios de Filosofía y en los veranos que pasó en la biblioteca en Heidelberg, pruebas y desengaños hasta que «encontré una mirada que nunca había visto y después leí esta frase: “El hecho cristiano”. Me dije: ¿el hecho? ¿Pero cómo, existe de verdad? Me dio un vuelco al corazón», te conquista con su acento romano y el rostro conmovido: «Descubrí que la verdad es un abrazo».
Entre los mayores está Modesta, que dirige el CIDIR, un centro para la formación de los gestores públicos, y Daniela, que acompaña los proyectos de AVSI: cuentan que «existe Algo que va más allá de ti mismo y que actúa en el trabajo cotidiano. Ni siquiera lo percibes, porque tú ves “sólo” tu trabajo, pero en cambio con el tiempo se construye la trama de una sociedad nueva». Te das cuenta de ello al día siguiente, en Huachipa, donde trabaja CESAL, la ONG española que ha puesto en marcha una guardería, una escuela de costura y un centro de alfabetización y nutrición que ayuda a más de 200 familias. En un lugar donde los niños pasan el día colgados de la espalda de sus madres o dentro de los agujeros de arcilla en los que se hacen los ladrillos. Alrededor, el desierto.
«En Perú todo es extremo». Lucho es un refinado profesor de Arte que te explica los retablos de las iglesias de Lima, dramáticos y llenos de color, como la vida aquí. «Incluso la naturaleza es extrema», dice: «Es un país tropical con nieves perpetuas. Está la selva amazónica y el desierto de Nazca, donde hace 1500 años que no llueve. Existen montañas de seis mil metros de altitud y el cañón más profundo del mundo, el Cotahuasi». Y hay una historia hecha de santos. Los franciscanos que partían de dos en dos del monasterio de Ocopa, a cuatro mil metros en los Andes, para evangelizar la selva, y no volvían jamás.
Aquella hilera de zapatos. Te vienen a la cabeza en Pachacamac, a 40 kilómetros al sudeste de Lima: en medio de rocas y calles polvorientas se encuentra la casa de las hermanas de Punto Corazón. Por deseo expreso del padre Thierry de Roucy, el fundador, su misión en todo el mundo es sostenida por el trabajo de Escuela de comunidad. Casi todas son francesas, están a 600 metros de un pueblecito de 1500 habitantes: «No hacemos nada, pequeñas cosas », dice la hermana Leonor: «Visitamos las casas, para encontrarnos con la gente». Ellas están allí, nada más. Como dice el nombre de la orden: Servidoras de la Presencia de Dios. «Esta mañana me he encontrado con dos campesinos en un sendero, me he dado cuenta de que querían hablar un rato del pozo y de la cosecha. Querían tan sólo que me parase».
A la mañana siguiente partimos para la selva. Para Atalaya, donde conoceré a Feliciano y donde la Universidad de la selva nació cuando un obispo franciscano conoció el movimiento. Gerardo Zerdin, el Monseñor de los indígenas. Es la cabeza de la diócesis de San Ramón: 80 mil kilómetros de selva y serpientes de agua. Esloveno, llegó en el 75 siendo seminarista. Ha vivido el terrorismo en su propia carne y muchos años en la comunidad indígena, haciendo todo como ellos: hoy es un hombretón con chaleco de caza que parece Rambo y que cuando el avión está a punto de despegar se santigua. «Tenía el deseo de hacer una universidad para formar a profesores indígenas. Pero no encontraba a nadie que me ayudara sin pensar en qué beneficio obtendría. Monseñor Panizza me indicó CL». Y así hoy tiene más de 400 alumnos, entre ellos Feliciano, que con cinco amigos, todos de etnias distintas, está bajo un árbol leyendo a Giussani. Empezaron a hacerlo con Angélica, una Memor que tras un tiempo aquí tuvo que irse. «Nunca habría querido marcharme de la selva», te contará en la UCSS, donde ahora da clase: «Fue un paso doloroso. Pero sin dejar lo que “pienso” que es justo, no vivo; cuando me quedo en mis ideas preconcebidas, estoy triste, no avanzo. En cambio, cuando sigo lo que se me propone, descubro verdaderamente la realidad».
De vuelta a Lima, vamos a la guardería “Don Giussani”, en Zapallal, en la periferia norte. Aquí todo es arena, polvo, basura. Una hilera de zapatos desparejados cuelga de una cuerda extendida entre los tejados: «Son los trofeos de las bandas criminales», señala Vanessa, la directora de la guardería, sin que sea necesario explicarlo. También ella ha tenido una vida pobre: «Una tarde me puse de rodillas: si la vida es esto no quiero vivir». Después, acabó en la UCSS y entre sus profesores se encontraba el padre Michele Berchi, que estuvo aquí de misión hasta 2008: «Iba a trabajar y seguía pensando en lo que había escuchado en clase; me preguntaba por qué me ardía el corazón de aquella manera». Hasta que lo escuché hablar de Juan y Andrés: «Empecé a llorar y comencé a seguirlo». Todo cambió. Buscó en Facebook a su padre, que les había abandonado a ella, a su madre y sus hermanos para irse a EEUU: «Le escribí: “He encontrado a Dios y por Él te perdono”». Empezó a hacer la caritativa con los niños de aquí, hasta transformar las salas de la parroquia para la cría de pollos y cerdos en una guardería. «Siempre había odiado la idea de ser maestra, porque significaba ser pobre toda la vida. Cuando tuve que decidirme, tenía en la cabeza una imagen distinta de mi vida, pero mi corazón ardía. Era Dios que quería que Su corazón estuviera aquí».