Esa humanidad inconfundible,
de Giancorrado Peluso
El profesor Giancorrado Peluso que fue Decano de la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad Sedes Sapientiae de Lima, recuerda a Andrés (de Huellas n.8, Septiembre 2008)«A medida que maduramos, somos espectáculo para nosotros mismos y, Dios lo quiera, también para los demás». He visto crecer en Andrés, a lo largo de estos años, una humanidad excepcional; ha crecido en estatura humana y magnanimidad, intransigente consigo mismo y en su labor, exigente con respecto a la verdad con los alumnos, sin pretender nunca nada a cambio y capaz, a la vez, de una ternura y de una atención sin medida hacia cada uno.
Nuestras vidas se cruzaron en 1976, cuando don Gius nos envió juntos a Siena, con Lorenza y Ornella, para empezar el movimiento en la universidad. Allí maduró la vocación de ambos. En 1992, Tista y yo fuimos enviados de misión a Lima, donde estuve once años. Una correspondencia profunda nos unía, a pesar de tener temperamentos muy distintos, por la conciencia de que la vida es una tarea: la de vivir por Cristo, mendigándolo y anunciándolo a los demás, dondequiera que estén: «Las dimensiones de la Iglesias son las dimensiones de la existencia cristiana».
«El horizonte de la vida de Andrés era la totalidad, el mundo entero, la historia de la Iglesia y las urgencias del contexto histórico y cultural»
De santa Catalina de Siena a santa Rosa de Lima, que amó profundamente, al Señor de los Milagros, el horizonte de la vida de Andrés era la totalidad, el mundo entero, la historia de la Iglesia y las urgencias del contexto histórico y cultural. Andrés fue siempre el primero en todo, hasta hoy. Aurora recuerda un comentario de Andrea cuando supo que yo llegaría en Siena: «Don Giussani lo envía no para que me acompañe o me ayude, sino para que ame más a Cristo». Así era Andrés, un apasionado por Cristo. Consumió su vida por Cristo. No hay otra definición de su muerte, aquel misterioso tránsito hacia un Rostro anhelado y mendigado. Los papelitos en su cuarto y en su escritorio, las cartas que escribía antes de ir de viaje o para responder a una dificultad, su trabajo y todas sus relaciones, todo hacía patente su pasión por Cristo.
Septiembre del año 2000, segundo semestre de la nueva Universidad, frente a la actitud de unos docentes del turno de noche (el de los alumnos-trabajadores) por dejar fuera de la clase a los que llegaban con retraso, me dijo (siendo una autoridad): «Somos nosotros quienes tenemos que agradecerles que vengan a estudiar después de todo un día de duro trabajo, y también que apuesten por esta obra, la Sedes Sapientiae. Debemos arrodillarnos frente a ellos, porque son la circunstancia mediante la cual Cristo nos alcanza».
He aquí la hondura de su pasión educativa y de su inteligencia cultural: abrirse de par en par al Misterio y servirle, preocupado por hacer entender, pensar y razonar a sus alumnos. «Cuando el Misterio nos provoca tan potentemente, es imposible resistirse», dijo en una de las últimas clases. Esa humanidad viril e humilde, que fue la suya, es la que hace que nos rindamos ante Cristo y le pidamos que nos conceda servir Su obra con todas nuestras fuerzas, allí donde Él nos llama.