Cristianos y musulmanes en el mundo del siglo XXI: ¿se pueden tender puentes?

Javier Prades

El viaje del papa Francisco a Egipto a finales de abril puede aportar algunas claves originales para comprender el futuro no solo de ese país y del Oriente Medio en su conjunto, sino, más en general, para favorecer la convivencia entre mundo occidental y mundo islámico en el siglo que estamos empezando.

Abundan los indicios de que esa convivencia es muy frágil, cuando no se ve envuelta en un conflicto permanente. Por citar solo algunos episodios, recordemos que el intento de Donald Trump, a finales de enero, de aprobar un decreto presidencial por el que prohibir o limitar la entrada en Estados Unidos a los ciudadanos de varios países árabes no ha sido un hecho aislado. En su campaña electoral para las elecciones presidenciales francesas, Marine Le Pen tildó la influencia islámica de «insoportable» y ha descrito a Francia como a un país abocado a una «elección de civilización». Y no es la única en Europa. Otros líderes políticos han hablado abiertamente en contra del islam. Los recelos y la desconfianza son muy profundos, alimentados por el terrorismo islamista indiscriminado y por las sospechas generalizadas que acompañan a los procesos masivos de inmigración hacia Europa y América originados en las guerras de Irak y Siria.

La cuestión es delicada porque no queda claro si se están comparando culturas y civilizaciones en general, o se alude a una problemática específicamente intrarreligiosa. De entrada parece más bien que los protagonistas de los episodios citados perciben la religión en sus inevitables implicaciones para la vida social y política. Por eso, para afrontar la cuestión con alguna esperanza de éxito, hará falta un diálogo a muchas voces, contando con los actores seculares y los religiosos. Entre las voces seculares, Jürgen Habermas se ha convertido en un defensor de la necesidad de emprenderlo, pero también Peter Sloterdijk y otros lo están intentando.

Hasta no hace muchos años los occidentales nos habíamos acostumbrado a pensar que las «perturbaciones» que la religión producía en la vida pública eran los estertores de un mundo antiguo que moría para dejar sitio definitivamente al mundo moderno, secularizado. En palabras de Ulrich Beck, era la «idea de que con el avance de la modernización lo religioso se autoliquidaría». Sin embargo, la realidad nos indica que las cosas no han sido exactamente así. Por mencionar solo el último informe del Pew Research Center sobre la evolución de la religión en el mundo, la suma de cristianismo e islam, sin contar otras religiones, representará casi el 63 % de la población mundial en el año 2060. Ante datos empíricos de este tenor, figuras muy importantes de la sociología de la religión nos vienen advirtiendo de que la tesis de un proceso secularizador universal e imparable ya no se sostiene. Por eso hay quien reclama un papel público de las religiones en el mundo moderno (José Casanova), o deja constancia de los numerosos altares de la modernidad (Peter Berger) o alude a una segunda modernidad con diferentes tipos de secularización (Ulrich Beck). A nivel mundial la religión no desaparece sino que conserva mucho vigor y se expande. En Occidente se oyen no pocas voces que previenen frente a la ambivalencia de esa difusión social de la religión. La mayor vitalidad de la religión se puede traducir en una contribución eficaz a la paz o, por el contrario, en una multiplicación de la violencia. La cuestión en sí misma es sumamente compleja y no podemos tratarla ahora. Nos limitamos a proponer unos apuntes que favorezcan —así lo esperamos— ese diálogo.

En el horizonte que hemos esbozado, la evolución interna del cristianismo y del islam y su relación recíproca no pueden dejar de suscitar interrogantes en el debate de las sociedades occidentales secularizadas. Si las ciencias sociales, la opinión pública y las autoridades políticas, así como los hombres religiosos y sus autoridades se tienen que medir con este fenómeno —que era impensable hace treinta o cuarenta años—, puede ser de interés general hacerse una pregunta concreta a partir de la actualidad reciente: ¿Qué contribución ofrece el viaje del papa a Egipto para un mejor entendimiento entre cristianos y musulmanes a lo largo de este siglo XXI? Ofrecemos algunos criterios de interpretación.

Lo primero que llama la atención es que Francisco ha acentuado la importancia histórica de Egipto en la actual coyuntura sociopolítica. Cuando se dirigía a sus autoridades políticas les ha asignado una tarea muy exigente: «Egipto está llamado a condenar y a derrotar todo tipo de violencia y de terrorismo; está llamado a sembrar la semilla de la paz en todos los corazones hambrientos de convivencia pacífica, de trabajo digno, de educación humana». Y ha añadido: «¡De las grandes naciones no se puede esperar poco!». Para captar el alcance de estas expresiones conviene no olvidar el gran orgullo nacional de los egipcios, arraigado en miles de años de civilización ininterrumpida desde los faraones. No es extraño que afirmen complacidos: «Misr umm al-dunya» («Egipto es la madre del universo»). Además de estimular su conciencia histórica como nación, cabe sugerir que al hablar así el papa ha puesto en juego su visión «geopolítica» del concepto para él tan querido de «periferia». Para plantear las delicadas relaciones con el mundo islámico elige entrar por Egipto, que es una nación muy numerosa (cien millones de habitantes) pero pobre. Una sociedad donde, por otro lado, existe una larga tradición de coexistencia popular (todo lo conflictiva que se quiera, pero real) entre musulmanes y cristianos. Algo parecido había hecho al visitar países con similares características de pobreza y donde se dan formas precarias de convivencia entre cristianos y musulmanes, como son República Centroafricana, Albania o Bosnia. En todos estos países, por otro lado, es muy real el peligro de que siga creciendo el fundamentalismo, muchas veces a partir de predicadores formados y financiados en países árabes más ricos, propagadores de versiones fundamentalistas del islam.

A partir de este planteamiento, el papa ha entrado en relación con las autoridades políticas y también con las autoridades religiosas de la Universidad sunita de Al-Azhar (El Cairo). Ha pronunciado ante ellos palabras muy firmes contra el terrorismo y las formas de violencia que pretenden ampararse bajo una justificación religiosa. Resonaba con especial solemnidad su interpelación para privar de legitimación social o religiosa a los fanáticos fundamentalistas: «Tenemos el deber de quitar la máscara a los vendedores de ilusiones sobre el más allá, que predican el odio para robar a los sencillos su vida y su derecho a vivir con dignidad, transformándolos en leña para el fuego y privándolos de la capacidad de elegir con libertad y de creer con responsabilidad».

Francisco no se ha limitado a denunciar el fundamentalismo, por mucho que sea una evidente preocupación en el mundo entero. El tercer elemento que destaca en su viaje es la propuesta de un modo alternativo de vivir la experiencia religiosa. Ha dejado algunas pistas de extraordinario valor en la celebración de la misa con los católicos egipcios. Asistieron unos treinta mil católicos, lo que significa que estaban presentes en El Cairo uno de cada diez católicos de todo Egipto. Ante ellos pronunció algunas frases realmente categóricas: «El único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada». Y, aún más, ha enfatizado el rechazo a las formas fosilizadas, puramente convencionales e ideológicas, de la religión: «Para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita» porque «de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad». La homilía, pronunciada en italiano y leída en árabe a continuación, ha sido transmitida en directo por la televisión egipcia. La imagen del papa, vestido de blanco y con la cabeza cubierta, contrasta con los discursos de los telepredicadores fundamentalistas que invaden las redes por satélite en el mundo egipcio y árabe. También ellos se presentan con vestimentas blancas y la cabeza cubierta, pero cualquier observador imparcial no deja de notar evidentes diferencias…

Seguramente estas afirmaciones del papa representan el núcleo más significativo del viaje. Las otras intervenciones habían ido como desbrozando el terreno para permitir que palabras de este calibre pudiesen entrar en los corazones de los oyentes, diseminados por todo el país. ¿Qué efecto real van a tener? No lo sabemos, claro está. Los movimientos sociales a veces nacen de forma imperceptible, van poco a poco creciendo, inciden en la vida cotidiana, y de repente irrumpen en la calle llegando a las instituciones.

Quizá quepa añadir un último adorno en este balance de la visita: las palabras y los gestos de Francisco encuentran una llamativa sintonía con el testimonio pacífico y desarmado de los cristianos coptos-ortodoxos de Egipto. La mención del «ecumenismo de la sangre», que acerca a los cristianos coptos y a los católicos, no es ningún elemento retórico. El papa Tawadros II, máxima autoridad religiosa copta-ortodoxa, había declarado recientemente, después de uno de los sangrientos atentados contra sus iglesias: «Los terroristas verán el perdón inmenso que los coptos ofrecen cada vez que los atacan, su tolerancia ante la violencia de los malvados. Y estoy seguro de que sus corazones se moverán» (véase más información en los excelentes reportajes de la Fundación Oasis). No es extraño que el encuentro entre Tawadros II y Francisco haya sido tan cordial y haya alcanzado a expresarse nada menos que en una declaración conjunta.

Si el diálogo interreligioso emprendido por el papa con el mundo musulmán y el diálogo ecuménico abierto con los coptos siguen dando pasos, saldrá ganando la convivencia en Egipto y en Oriente Medio, se verá favorecido el respeto a la dignidad de las personas y crecerá la expectativa de paz y de progreso social en el mundo durante este siglo XXI, que ya acumula muchos sufrimientos y amenazas en sus escasos dos primeros decenios de vida.