El método de Dios

Ignacio Carbajosa

Si tuviéramos que preguntarnos cuál es la enfermedad del mundo de hoy tendríamos que responder: la desaparición del yo, el oscurecimiento de los factores que constituyen la persona humana. Casi todos estamos de acuerdo en que está en crisis lo humano. La persona ha perdido sus referencias fundamentales.

Pero para salir de esta crisis, ¿por dónde empezar? Muchos sugerirían llevar al yo al psiquiatra e intentar llevar a cabo un análisis de sus antecedentes biológicos, sociológicos o psicológicos. En una palabra: identificar las fuerzas que lo condicionan y proponer una terapia para frenar las consecuencias.

¿Por qué con Abrahán?
La exposición Abrahán, el nacimiento del yo propone otro camino: acudamos al historiador. De hecho, el yo, tal y como lo conocemos en Occidente, ¿dónde ha nacido? ¡Con Abrahán! Volvamos, por tanto, a Abrahán para identificar los rasgos del verdadero rostro humano, tal y como nos ha llegado a través de la cultura judeo-cristiana.

Pero ¿en qué sentido se puede hablar del nacimiento del yo en Abrahán, es decir, hacia el 1800 a.C., si el hombre estaba sobre la tierra desde hacía muchos siglos? Por otro lado, ¿acaso no es cierto que el ser humano es religioso desde el principio, desde que el hombre es hombre? «Sí –respondería el conocido arqueólogo Giorgio Buccellati, especialista de la Mesopotamia del tercer y segundo milenio a.C. y colaborador de la exposición–, pero aquel hombre no era capaz de decir Tú al destino o hado».

Para los habitantes de la Mesopotamia (el mundo del que sale Abrahán), el hado o destino misterioso era una realidad inerme, una especie de fuerza interna de la naturaleza que podía ser controlada únicamente a través de la apropiación racional de un universo predecible. De este hado no se esperaba ninguna comunicación. Se expresaba a través de su naturaleza previsible, a través de las leyes que rigen las dimensiones horizontales y verticales de la realidad, es decir, la naturaleza de las cosas y su destino.

¿Qué son entonces los dioses en estas sociedades llamadas politeístas? No eran más que ventanas abiertas sobre aquel hado. Fragmentando el universo previsible, se conseguía controlar mejor la realidad y las leyes que la rigen; justicia, fecundidad, salud…

Solo con Abrahán ese hado o destino misterioso se ha acercado al hombre, se ha hecho presente a través de una llamada. Abrahán es el primero que aprende a decir Tú al Misterio. Desde entonces, el yo se entiende en relación con el Dios vivo (como es llamado en la Biblia), un Tú imprevisible que expresa su voluntad de un modo muy concreto, no controlable. El yo se entiende dentro de un diálogo real con el Misterio que se ha hecho presente en la historia, y no ya como un intento solitario de apropiarse de las leyes que rigen el universo previsible.

De la libertad a la responsabilidad
La libertad del hombre, desde entonces, se convierte en responsabilidad, es decir, respuesta a una llamada y a la tarea que aquella voz asigna a la propia vida. Ya no existe cosa, tiempo o espacio inútiles. La promesa que Dios hace a Abrahán y la espera de su cumplimiento marcan la concepción lineal del tiempo que tiene Israel, en contraste con la percepción cíclica de la religión mesopotámica (propia de toda la Antigüedad, que sigue la imagen de los ciclos naturales). Con Abrahán empieza una historia, con etapas significativas que tienden hacia el futuro.

La promesa es una descendencia y a la vez es hecha a la descendencia: a partir de Abrahán, el yo se entiende dentro de un pueblo que lleva consigo la esperanza de los hombres.

Queda entonces claro que no es posible entender a Abrahán estudiando sus antecedentes biológicos, sociológicos o psicológicos (que son los de los pueblos de la Mesopotamia). Estos no explican el filón que parte de él. Es necesario dar espacio al acontecimiento de la revelación de Dios en la historia. Nos encontramos ante una sorprendente convergencia de naturaleza e historia: el yo se entiende a partir de un acontecimiento histórico.

Desafío a la razón moderna
Es importante subrayar que esta convergencia de naturaleza e historia resulta un escándalo para la razón moderna. De hecho, Kant, Lessing y otros padres de la Ilustración comenzaron su tarea con la pretensión de describir la naturaleza del yo a partir del solo uso de la razón, excluyendo explícitamente una fe histórica, el cristianismo, en cuya tradición espiritual todavía se reconocían.

En una época que ha sufrido enormemente los límites del racionalismo, los cristianos estamos llamados a seguir la voz contemporánea de Dios en la historia, es decir, el acontecimiento de Cristo, verdadero descendiente de Abrahán (como dice san Pablo). Este acontecimiento dilata continuamente la razón y renueva nuestra energía afectiva para comunicar nuestra esperanza a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Ante el derrumbe de las evidencias, el método de Dios, ayer como hoy, no es una estrategia de poder, o una hegemonía, capaz de contener las consecuencias, sino la elección de un hombre para llegar a todos.